13/11/07

Extracto del Libro "Capitán de Mar y Guerra", Captura de la Sophie



(…) iluminaba la cubierta del Formidable, un espléndido navío de línea de ochenta cañones, de construcción francesa, al mando del capitán Lalonde y con la insignia del contralmirante Linois en el palo de mesana. El navío, que se encontraba a siete u ocho millas de la costa, hacía el recorrido de Tolón a Cádiz. Al frente de él, en formación en línea, navegaba el resto de la escuadra: el Indomptable, de ochenta cañones, bajo el mando del capitán Moncousu, el Desaix, de setenta y cuatro, bajo el del capitán Christy-Palliére (un gran marino), y la Muiron, una fragata de treinta y ocho cañones que hasta fecha muy reciente había pertenecido a la República veneciana.

«Pondremos rumbo a la costa para ver qué ocurre», dijo el almirante, un hombre de carácter enérgico y un excelente navegante, moreno y de baja estatura, que vestía calzones rojos. Momentos después se subían los faroles con luces de colores. Los navíos viraron ordenadamente uno tras otro, y sus tripulantes demostraron una eficiencia que hubiera enorgullecido a cualquier armada, pues la mayoría de ellos procedían de la escuadra de Rochefort, muchos eran marineros de primera clase y, además, estaban al mando de magníficos oficiales.

Habían virado a estribor y se acercaban a la costa con el viento a un grado mientras iba amaneciendo, y cuando pudieron verse desde la cubierta de la Sophie fueron recibidos con alegría. Los botes habían acabado de llegar junto a la corbeta después de un largo y difícil recorrido, y aunque los hombres tardaron en divisar los navíos, en cuanto lo hicieron se olvidaron del hambre, la fatiga, el dolor de los brazos, el frío y la humedad; y por la corbeta corrió enseguida el rumor: «¡Nuestros galeones se acercan rápidamente!» La riqueza de las Antillas, Nueva España y Perú: lingotes de oro llevados como lastre. Desde que la tripulación supo que Jack recibía información secreta sobre los movimientos de los barcos españoles, corría el rumor de que encontrarían un galeón; y ahora ese rumor se confirmaba.

Seguir Leyendo...



Frente a las colinas se alzaba todavía la impresionante llama, aunque su contorno se hacía menos nítido a medida que la luz del amanecer aumentaba de intensidad. Pero los hombres dejaron de fijarse en ella, con el afán por ponerlo todo en orden y preparar la corbeta para la persecución, y si en algún momento apartaban la vista de su trabajo, miraban alegres y expectantes hacia el Desaix, que se encontraba a tres o cuatro millas, y hacia el Formidable, a bastante distancia por detrás de éste.

La alegría se desvaneció, aunque no se supo exactamente en qué momento. Tal vez comenzó a perderse cuando el despensero, todavía calculando cuánto le costaría abrir un pub en la calle Hunstanton, al llevarle una taza de café a Jack al alcázar, oyó que éste le decía al señor Dalziel: «Una horrible posición, señor Dalziel». En ese momento advirtió que la Sophie no navegaba en dirección a los supuestos galeones, sino que se alejaba de ellos a la mayor velocidad posible, de ceñida, con todo el velamen desplegado, incluyendo las bonetas y las barrederas.

Para entonces ya se veía el casco del Desaix -en realidad, desde hacía algún tiempo- y también el del Formidable; por detrás del buque insignia se veían las juanetes y las gavias del Indomptable, y aproximadamente a dos millas a barlovento de éste, en alta mar, las velas de la fragata cortaban el cielo. La corbeta estaba en una horrible posición, pero tenía ventaja; el viento era inestable, y además podrían tomarla por un insignificante barco mercante al que una escuadra ocupada en cumplir su misión no le dedicaría su atención más de una hora. Sin embargo, no estaban en una situación grave, pensó Jack mientras bajaba el catalejo. Estaba convencido de que el comportamiento de los hombres en el castillo de proa del Desaix, el moderado despliegue de velamen y muchos otros detalles no eran propios de un navío que hubiera emprendido una persecución. Pero aun así, éste navegaba con gran rapidez; su proa, alta y redondeada, de elegante estilo francés, y sus velas, de contorno perfecto, tensas y lisas, la hacían deslizarse suavemente por el agua, tan suavemente como el Victory. Además, estaba muy bien gobernada; parecía correr por un sendero trazado sobre el mar. Jack confiaba en que cortaría la proa del navío antes de que éste hubiera satisfecho su curiosidad acerca del incendio en la costa y lo llevaría de un lado a otro hasta que desistiera de su intento, hasta que el almirante le hiciera señales para que se retirara.

«¡Cubierta!», gritó Mowett desde el tope. «La fragata ha apresado el paquebote».

Jack asintió con la cabeza y enfocó con su catalejo al pobre Ventura y luego al buque insignia, situado detrás del navío de setenta y cuatro cañones. Esperó durante unos minutos, tal vez cinco. Ese era el momento crucial. El Formidable comenzó a hacer señales y disparó un cañonazo para darles más énfasis. Pero por desgracia no eran señales de retirada. Inmediatamente el Desaix orzó, ya sin ningún interés por lo que sucedía en la costa, y luego aparecieron sus sobrejuanetes, que quedaron izadas y con las empuñiduras atadas rápidamente; Jack frunció los labios como si fuera a dar un silbido. También en el Formidable se largaban más velas; y el Indomptable se acercaba con rapidez, con todas las velas desplegadas, aprovechando la suave brisa.

Era evidente que los hombres del paquebote habían dicho cuál era en realidad la Sophie. Pero también era evidente que cuando saliera el sol el viento sería más inestable o incluso se encalmaría. Jack observó el velamen de la Sophie; todo había sido desplegado, por supuesto, y estaba tenso, a pesar del caprichoso viento. El segundo oficial gobernaba la corbeta, y Pram, el oficial de derrota, llevaba el timón e intentaba que ésta, aunque era vieja y rechoncha, diera lo mejor de sí. Todos los hombres estaban silenciosos en sus puestos, preparados y atentos; Jack ya no tenía nada que decir ni que hacer, pero no apartaba los ojos de las raídas y fláccidas velas que pertenecían al Almirantazgo, y le remordía la conciencia por haber perdido tiempo, por no haber envergado las gavias de lona de calidad que había comprado, aunque no estaba autorizado a hacerlo.

«Señor Watt», dijo después de transcurrido un cuarto de hora, mientras miraba hacia alta mar, donde el aire encalmado parecía de cristal, «vamos a sacar los remos».

Pocos minutos después, el Desaix izó la bandera y abrió fuego con los cañones de proa; y como si aquel doble estruendo hubiera estremecido el aire, las pronunciadas curvas de las velas desaparecieron y éstas ondearon, se hincharon momentáneamente y luego volvieron a ponerse fláccidas.

La Sophie continuó atrapando el viento unos minutos más, pero también entró en una zona de calma. Antes de que se detuviera por completo -mucho antes- los hombres sacaron todos los remos que habían conseguido en Malta (sólo cuatro, desgraciadamente) y cinco de ellos se colocaron en cada uno. La corbeta avanzaba con lentitud, como si navegara en contra del viento, y los remos se curvaban peligrosamente por la fuerza con que remaban los hombres. Era un trabajo duro, muy duro. De repente, Stephen notó que también había oficiales remando, y entonces avanzó hasta uno de los puestos vacíos; cuarenta minutos después tenía las palmas de las manos en carne viva.

«Señor Dalziel, mande a la guardia de estribor a desayunar. ¡Ah, está usted ahí, señor Ricketts! Creo que deberíamos dar doble ración de queso, pues no habrá nada caliente en bastante tiempo.»

«Si me permite decirlo, señor», dijo el contador con una mirada maliciosa, «me parece que habrá algo muy caliente dentro de poco».

La guardia de estribor, que había desayunado rápidamente, se hizo cargo de los pesados remos para que sus compañeros comieran su ración de galletas queso y grog, y los oficiales la suya de dos huevos con jamón. El desayuno tuvo que ser breve, pues el viento, que había rolado dos grados, estaba rizando el mar. Los navíos franceses fueron los primeros en atraparlo en sus enormes velas, y en un santiamén ya estaban deslizándose con asombrosa rapidez. La Sophie perdió en veinte minutos la ventaja que con tanto esfuerzo había conseguido, y antes de que sus velas se hincharan, ya podían verse desde el alcázar los mostachos del Desaix, que se acercaba con un fuerte cabeceo. Ahora la Sophie tenía las velas hinchadas, pero la escasa velocidad a la que navegaba no mejoraría su situación.

«¡Guardar los remos!», dijo Jack. «Señor Day, tire los cañones por la borda».

«Sí, sí, señor», dijo el condestable con decisión, pero al soltar las retrancas, sus movimientos eran sumamente lentos, faltos de naturalidad, forzados, como los de un hombre que caminara por el borde de un acantilado, tan sólo movido por una gran fuerza de voluntad.

Stephen volvió a cubierta tras ponerse un par de guantes. Observó que, en el alcázar, los artilleros del cañón de bronce de estribor tenían en las manos barras y espeques, y una expresión ansiosa y a la vez preocupada, casi temerosa; ellos estaban esperando el redoble del tambor y, al escucharlo, empujaron despacio el brillante cañón, su querido cañón número catorce, y lo tiraron por la borda. La caída de éste al mar coincidió con la de una bala del cañón de proa del Desaix, a unas diez yardas de distancia, cuyas salpicaduras se elevaron como el agua de una fuente; por eso el siguiente cañón fue arrojado por la borda menos ceremoniosamente. Catorce impactos, cada uno producido al caer al agua una mole de media tonelada. Después fueron lanzados los pesados carros por encima del pasamanos, y a ambos lados de las portas abiertas quedaron colgando las retrancas rotas y los aparejos; era un espectáculo desolador.

Miró hacia proa, luego hacia popa, y comprendió la situación; frunció los labios y se dirigió al coronamiento. La Sophie, ahora más ligera, ganaba velocidad minuto a minuto, y por todo aquel peso que había perdido muy por encima de la línea de flotación, navegaba más adrizada y resistía mejor el embate del viento.
El primer cañonazo del Desaix atravesó la juanete, pero los dos siguientes no alcanzaron la corbeta. Todavía quedaba tiempo para hacer maniobras, muchas maniobras.
Para empezar, pensó Jack, le sorprendería que la Sophie no pudiera virar el doble de rápido que el navío de setenta y cuatro cañones. «Señor Dalziel», dijo, «viraremos y luego volveremos a la misma posición. Señor Marshall, la corbeta debe llevar gran velocidad». Podía ser desastroso para la Sophie que se colocaran mal los estayes en el segundo cambio de bordo; y por otra parte, aquel suave viento no era el más conveniente para ella, pues navegaba mejor cuando el mar estaba un poco agitado y tenía al menos un rizo en las gavias.

«Preparados para virar». El silbato sonó, la corbeta viró por babor, se colocó contra el viento y luego se estabilizó; las bolinas estaban tensas como las cuerdas de un arpa antes de que el gran navío de setenta y cuatro cañones hubiera empezado a virar.
En ese momento, el Desaix inició el cambio de bordo, sus vergas giraron y su cuadriculado costado comenzó a verse desde la corbeta. En cuanto Jack lo vio a través de su catalejo, dijo: «Será mejor que baje, doctor». Stephen bajó, aunque sólo hasta la cabina, y desde la ventana de popa logró ver el casco del Desaix envuelto en humo de proa a popa segundos después de que la Sophie empezara a virar de nuevo. De la contundente andanada, novecientas veintiocho libras de hierro, casi todas las balas cayeron en una amplia zona cerca de estribor, a excepción de dos que pasaron silbando entre la jarcia ocasionándole destrozos y dejando a su paso muchos cabos colgando. Por unos instantes pareció que la Sophie no iba a resistir y que iba a abandonar impotente, a perder toda su ventaja y a exponerse a otro saludo como aquel, disparado con mucha más puntería; sin embargo, la suave brisa atrapada en sus velas la hizo virar y volver a su posición inicial. Y la Sophie ya ganaba velocidad cuando aún en el Desaix no habían terminado de bracear, cuando aún la primera maniobra no había concluido.

La corbeta había conseguido una ventaja de un cuarto de milla aproximadamente. «Pero no me dejará hacerlo otra vez», pensó Jack.

El Desaix se encontraba a estribor y, tratando de recuperar el tiempo perdido, viró sin dejar de disparar los cañones de proa. Sus disparos, cuya precisión aumentaba a medida que la distancia entre ambas embarcaciones era más corta, pasaban rozando las velas de la corbeta o las rasgaban, provocando frecuentes sacudidas y haciéndola perder velocidad poco a poco. El Formidable estaba situado en el lado opuesto para evitar que la Sophie escapara, y el Indomptable, a media milla de distancia, se dirigía hacia el oeste navegando contra el viento con el mismo propósito. Los perseguidores de la Sophie, casi alineados, iban acercándose a gran velocidad mientras ésta trataba de navegar más rápidamente. El buque insignia, de ochenta cañones, estaba ahora más cerca, y después de dar una guiñada disparó una andanada; y el inflexible Desaix daba bordadas cortas y disparaba también. El contramaestre y su brigada estaban muy atareados atando cabos, y en las velas había algunos agujeros horribles, pero hasta ese momento nada importante había sido derribado ni ningún hombre había resultado herido.

«Señor Dalziel», dijo Jack, «comience a arrojar las provisiones por la borda, por favor».

Se abrieron los cuarteles y fue lanzado al mar todo lo que había en las bodegas: barriles de carne de buey salada y de carne de cerdo, montones de galletas, guisantes, harina de avena, mantequilla, queso y vinagre. Pólvora y balas. Luego, con la bomba, los tripulantes echaron por la borda el agua. Una bala de veinticuatro libras perforó el casco por debajo de la bovedilla, y por ese motivo tuvieron que bombear agua salada además de agua dulce.

«Quiero que me informe cómo va el trabajo del carpintero, señor Ricketts», dijo Jack.

«Las provisiones han sido arrojadas por la borda», dijo el primer oficial.

«Muy bien, señor Dalziel. Ahora las anclas y las perchas. Deje sólo el anclote.»

«El señor Lamb dice que en la sentina hay dos pies y medio de agua», dijo jadeante el guardiamarina, «pero que el agujero hecho por el cañonazo está bien taponado».

Jack asintió y volvió la cabeza para observar la escuadra francesa; ya no había ninguna esperanza de poder escapar de ella navegando de bolina. Sin embargo, si arribaban muy rápidamente podrían pasar entre los navíos, pues la corbeta estaba ahora muy ligera y tenía el viento de uno o dos grados por la aleta y las olas de popa; podrían sobrevivir y llegar a Gibraltar. La Sophie ahora estaba tan ligera -como un cascarón de nuez- que podría aventajarlos navegando viento en popa; y con suerte, si viraba con destreza, conseguiría una milla de ventaja antes de que los navíos ganaran velocidad en su nueva posición. Sin duda tendría que resistir dos andanadas mientras pasaba... Sin embargo, esa era la única esperanza; y el factor sorpresa era fundamental.

«Señor Dalziel», dijo, «vamos a arribar dentro de dos minutos. Largaremos las alas y pasaremos entre el buque insignia y el navío de setenta y cuatro cañones. Tenemos que hacerlo todo con rapidez, antes de que ellos adviertan la maniobra». Estas palabras iban dirigidas al primer oficial, pero toda la tripulación supo enseguida lo que debía hacer, así que los gavieros corrieron a sus puestos y se prepararon para enjarciar los botalones de las alas. En la abarrotada cubierta todos estaban atentos y la actividad era intensa. «Espera... espera», murmuró Jack observando cómo el Desaix se acercaba de través por estribor. Era el navío con el que debían tener más cuidado, pues estaba alerta y su capitán esperaba ansiosamente que la Sophie iniciara alguna maniobra antes de dar las órdenes. A babor estaba el Formidable, con un excesivo número de tripulantes, como todos los buques insignia, lo que le restaba eficiencia en una situación de emergencia. «Espera... espera», dijo de nuevo con los ojos fijos en el Desaix, que continuaba acercándose. Contó hasta veinte y dijo:

«¡Ahora!»

El timón giró y la Sophie viró ágilmente, como una veleta, hacia el lado donde se encontraba el Formidable. El buque insignia hizo fuego de inmediato, pero sus cañones no estaban tan preparados como los del Desaix, de modo que la apresurada andanada cayó en el mar, en el lugar que la corbeta había ocupado minutos antes. La ofrenda del Desaix fue lanzada con mayor precisión, aunque con cierta cautela porque se temía que las balas llegaran de rebote hasta el navío del almirante; sólo media docena provocó daños, el resto no alcanzó la corbeta.

La Sophie había atravesado velozmente la línea de navíos sin sufrir daños importantes ni perder su capacidad para navegar, con las alas desplegadas y el viento a favor. La sorpresa había sido total, y la corbeta, alejándose con rapidez, ya se había separado de ellos una milla en los primeros cinco minutos. La segunda andanada del Desaix, disparada desde una distancia de más de mil yardas, fue producto de la furia y la precipitación. Hubo un estrépito y saltaron por los aires las astillas de la bomba de tronco de olmo, que quedó completamente destruida; pero eso fue todo. El buque insignia, obviamente, había dado una contraorden para que no se disparara la segunda andanada, y durante un tiempo continuó navegando de bolina y mantuvo el mismo rumbo, como si la Sophie no existiera.

«Tal vez lo hayamos conseguido», dijo Jack para sí, apoyando sus manos en el coronamiento y observando la alargada estela de la Sophie. El corazón aún le latía con fuerza, pues había soportado una gran tensión esperando recibir las andanadas y pensando en cómo éstas afectarían a su Sophie. Ahora, sin embargo, esos fuertes latidos tenían un motivo muy diferente. «Tal vez lo hayamos conseguido», se dijo de nuevo; pero apenas estas palabras habían acabado de formarse en su mente cuando vio aparecer una señal en el navío del almirante, y el Desaix comenzó a virar para colocarse proa al viento.

El navío de setenta y cuatro cañones viró con la misma agilidad de una fragata; sus vergas giraron como si las hubiera movido un mecanismo de relojería, y era evidente que todo a bordo estaba perfectamente colocado y amarrado, ya que la tripulación era experta y muy numerosa. La Sophie también tenía excelentes tripulantes, tan cumplidores del deber y tan bien adiestrados como Jack deseaba; pero ellos, hicieran lo que hicieran, no podrían conseguir que la corbeta navegara a más de siete nudos con aquella brisa. El Desaix, en cambio, había alcanzado en los últimos quince minutos una velocidad de más de ocho nudos sin las alas. Y no se iba a molestar en desplegarlas. La tripulación de la Sophie se dio cuenta de ello -el tiempo había pasado y estaba claro que el navío no tenía ni la más mínima intención de desplegrarlas- y perdió las esperanzas.

Jack miró al cielo, el inmenso espacio que lo dominaba todo y por el que cruzaban nubes errantes. El viento no amainaría por la tarde, y aún faltaban muchas horas para que llegara la noche.

¿Cuántas? Miró su reloj. Las diez y catorce. «Señor Dalziel», dijo, «me voy a mi cabina. Llámeme si ocurre algo. Señor Richards, tenga la amabilidad de decirle al doctor Maturin que quiero hablar con él. Señor Watt, déme un par de brazas del cordel para la corredera y tres o cuatro cabillas».

En la cabina, Jack hizo un paquete con el libro de señales, de tapas de plomo, y con otros documentos secretos; luego metió las cabillas de cobre en la bolsa del correo y la ató fuertemente. Pidió su mejor abrigo y guardó su nombramiento en el bolsillo interior. Las palabras «respecto a lo expresado anteriormente, ni usted ni ningún otro faltarán a su deber, de lo contrario responderán por su cuenta y riesgo» afloraron a su mente, y en ese momento Stephen entró. «¡Ah, ya está usted aquí, querido amigo! Me temo que, a menos que se produzca un milagro, en la próxima media hora seremos apresados o hundidos». Stephen dijo: «Exactamente» y Jack continuó: «Por tanto, si hay algo que tenga especial valor para usted, sería conveniente que me lo confiara».

«Así que roban a los prisioneros», dijo Stephen.

«Sí, a veces. A mí me despojaron de todo cuando apresaron al Leander. Y al cirujano le robaron los instrumentos, por lo que no pudo atender a nuestros heridos.»

«Traeré mis instrumentos enseguida.»

«Y su dinero.»

«¡Oh, sí, mi dinero!»

Jack volvió apresuradamente a cubierta y enseguida miró hacia popa. No creía que el navío de setenta y cuatro cañones pudiera acercarse tanto. «¡Serviola!», gritó. «¿Qué ve usted?»

Tal vez veía siete navíos de línea. Tal vez la mitad de la flota del Mediterráneo. «Nada, señor», respondió el serviola después de reflexionar unos instantes.

«Señor Dalziel, en caso de que yo resultara herido, debe tirar esto por la borda en el último momento», dijo dando palmaditas al paquete y a la bolsa.

Las estrictas normas de comportamiento de la corbeta ya se iban relajando. Los hombres estaban atentos y serenos; el reloj de las guardias funcionaba con exactitud; las cuatro campanadas de la guardia de tarde sonaron con precisión. Sin embargo, muchos subían y bajaban por la escotilla de proa sin ser reprendidos; estaban poniéndose su mejor ropa (dos o tres chalecos y encima una chaqueta para bajar a tierra) y pedían a los oficiales correspondientes que cuidaran de su dinero o de sus curiosos tesoros, pues así tenían algunas esperanzas de conservarlos. Babbington tenía en la mano un diente de ballena tallado, y Lucock un vergajo de toro de Sicilia. Dos hombres ya se habían emborrachado, seguramente con algunas reservas muy bien escondidas.

«¿Por qué no dispara?», pensó Jack. Durante veinte minutos los cañones de proa del Desaix habían permanecido en silencio, aunque en la última milla que habían recorrido la Sophie estaba a su alcance. Ahora la corbeta estaba a tiro de mosquete, y en la proa del navío podían distinguirse muy bien los diferentes miembros de su tripulación: marineros, infantes de marina, oficiales. Había un hombre con una pata de palo. Estaba pensando en lo bien cortadas que estaban las velas y, de repente, vino a su mente la respuesta a su pregunta. «¡Dios mío! Nos van a acribillar con sus cañonazos». Por eso el navío se había acercado tan silenciosamente.

Jack se aproximó al costado de la corbeta e inclinándose sobre la batayola echó al mar los paquetes y observó cómo se hundían.

En la proa del Desaix hubo un rápido movimiento, la respuesta a una orden. Jack llegó junto al timón y agarró las cabillas, reemplazando al timonel; luego miró hacia atrás por encima del hombro izquierdo. Sintió en sus manos el impulso vital de la Sophie; y vio cómo el Desaix comenzaba a dar una guiñada. Éste respondió al giro del timón con la rapidez de un cúter, y en un abrir y cerrar de ojos sus treinta y siete cañones giraron y apuntaron a la corbeta. Jack, que seguía al timón, dio un profundo suspiro. El estruendo de la andanada y la caída del mastelerillo del mayor y de la verga del velacho fueron casi simultáneos; una lluvia de poleas, trozos de cabos y astillas cayeron con gran estrépito. Se oyó un impresionante chasquido cuando una bala le dio a la campana de la Sophie; luego todo quedó en silencio. La mayoría de las balas del navío de setenta y cuatro cañones habían pasado a pocos metros de la roda; la metralla dispersa había hecho jirones las velas y los aparejos, los había destrozado por completo.

«¡Cargar las velas!», gritó Jack mientras viraba la Sophie para colocarla proa el viento. «Bonden, arríe la bandera».


1 comentario:

Anónimo dijo...

ha,te escribiste poco
¿?
me re gustas