21/12/07

Admirad! mi nuevo mando! la fragata Bellone




Esta potente fragata, armada con 40 cañones de 28 libras, es reconocida por el Capitán de Navío y Comodoro provisional en "Operación Mauricio" Jack Aubrey como "una embarcación magnífica y muy veloz" con características maravillosas para la navegación...

Será mi mando durante el juego de "plomo y salitre" que llevaremos a cabo en el foro, con la conducción del amigo Jack Byron...


Martin.-


UPDATE: a las 14.07 horario del meridiano del día 24 de diciembre del año 2007, se me concede el gallardetón y por ende el mando de la escuadra francesa, para guiarla hacia la gloria y reponder por mi propia cuenta y riesgo(?), como regalo de navidad adelantado por Jack Byron.

14/12/07

Música en lo más alto del trinquete...



Disfruto muchísimo, y últimamente lo vengo haciendo a menudo, que me subo a lo más alto del palo trinquete con mi mp3, para alejarme un poco del tumulto acumulado en la Surprise, y asi escuchar "Stream of Consciousness" de Dream Theater, entre otras piezas más...


Martín.-

10/12/07

Nota del Autor



Cuando se escribe sobre la Armada real inglesa del siglo XVIII y comienzos del XIX es difícil no descuidar algún aspecto; es difícil tratar con entera justicia el tema elegido, puesto que la realidad, casi siempre inverosímil, supera a la ficción. Ni siquiera la imaginación más viva e ingeniosa podría crear la figura del comodoro Nelson saltando del Captain, navío armado con setenta y cuatro cañones, a la ventana de la galería del San Nicolás, de ochenta cañones, apresándolo y atravesando rápidamente su cubierta para abordar el enorme San José, de ciento doce cañones, de modo que «en la cubierta de un navío español de primera clase, por extravagante que pueda parecer el relato, los españoles vencidos me entregaron sus sables; y a medida que me los entregaban los iba pasando a William Fearney, uno de mis lancheros, que con la mayor sang froid se los ponía bajo el brazo». Las páginas de Beatson, James y las de The Naval Chronicle (Crónica naval), las Actas Oficiales del Almirantazgo, las biografías de Marshall y O'Byrne están llenas de acciones que quizás sean algo menos espectaculares (sólo hubo un Nelson), pero no menos vigorosas, acciones que pocos hombres podrían inventar y probablemente ninguno podría presentar con absoluta convicción. Por eso, para la descripción de las batallas he ido directamente a las fuentes. Entre la abundancia de brillantes combates descritos con precisión, he escogido los que más admiro; así pues, que cuando describo una batalla dispongo de diarios de a bordo, cartas oficiales, relatos de la época o las propias memorias de los protagonistas para poder fundamentar todos los cambios. Pero por otra parte, no me he sentido obligado a seguir un orden estrictamente cronológico; un historiador naval se podrá dar cuenta, por ejemplo, de que la acción que protagonizó sir James Saumarez en el estrecho de Gibraltar la he pospuesto hasta pasada la vendimia, y también verá que una de las batallas de la Sophie fue librada, en realidad, por otra corbeta, aunque la intensidad fuera la misma. Desde luego, me he tomado grandes libertades; me he valido de documentos, poemas y cartas; en resumen, j'ai pris mon bien lá où je l'ai trouvé, y en un contexto general de hechos históricos, he cambiado nombres, lugares y acontecimientos de menor importancia para adaptarlos a mi relato. Creo que a los admirables hombres de aquellos tiempos, los Cochranes, Byrons, Falconers, Seymours, Boscawens y la mayoría de marinos anónimos a partir de los cuales he creado los personajes de mi obra, se les rinde mayor tributo describiendo sus propias acciones, por otra parte espléndidas, en vez de atribuirles otras imaginarias; esa autenticidad es una joya; y el eco de las voces de esos hombres tiene así un valor perdurable. Quisiera expresar mi reconocimiento a los eruditos y pacientes oficiales de los Archivos Nacionales y del Museo Marítimo de Greenwich, así como al comandante del Victory, buque de Su Majestad, por el asesoramiento y la ayuda que me han prestado; no podría haber encontrado mayor amabilidad ni cooperación.

PATRICK O'BRIAN

8/12/07

Al margen de la Surprise...


El Mundial de Clubes
Luego de 27 horas de viaje, el plantel xeneize llegó a Japón, se acostumbra al huso horario y ya trabaja para el debut del próximo miércoles
LANACION.com | Deportiva | Sábado 8 de diciembre de 2007



29/11/07

Música en la cabina del Capitán!


Acá va como un pequeño regalo a mis "selectos" visitantes...
la discografía de la Saga Aubrey-Maturin, en tres volúmenes:

"Musical Evenings with the Captain, Vol I"

"Musical Evenings with the Captain, Vol II"

"Musical Evenings in the Captain's Cabin"


Saludos!

Martín.-

27/11/07

Extracto de "Operación Mauricio", ataque fallido a la batería de Port South-East



(...)—¡Stephen! ¡Qué sorpresa! —exclamó Jack, saliendo de atrás de una montaña de papeles cuando Stephen entró en su cabina—. ¡Cuánto me alegro de verte! Si hubieras llegado un par de horas más tarde yo habría estado camino de la isla Fiat para recoger a Keating y a sus hombres… ¿Qué ocurre, Stephen?—Te contaré lo que ocurre, amigo mío —dijo Stephen, sentándose, e hizo una larga pausa antes de continuar—. El ataque a Port South-East ha fracasado. La Néréide ha sido apresada, la Sirius y el Magicienne fueron quemados, y seguramente ya la Iphigenia e Île de la Passe se habrán rendido.—Bueno… —dijo Jack con aire pensativo—. Minerva, Bellone, Astrée, Vénus, Manche… junto con Néréide e Iphigenia… Son siete contra una. Pero hemos visto desigualdades mayores, creo yo.(...)

Martín.-

16/11/07

Captura del Jabeque-Fragata español Cacafuego



Al volver a cubierta, pudo comprobarlo: el navío avistado era, en efecto, el Cacafuego. Éste había cambiado su rumbo para encontrarse con la Sophie, y en aquel instante estaba largando las alas. A través del telescopio, Jack veía brillar al sol su costado rojo vivo.
«¡Todos a popa!», dijo. Y mientras la tripulación se reunía, Stephen vio asomar al rostro de Jack una sonrisa que éste reprimió, con gran esfuerzo, tratando de que su expresión fuera grave.
«¡Escuchadme!», dijo mirándolos a todos con satisfacción. «Tenemos el Cacafuego a barlovento. Ya sé que algunos de ustedes no quedaron contentos cuando lo dejamos ir sin hacerle un saludo; pero ahora que nuestra artillería es la mejor de la flota, eso ya es otra cosa. Entonces, señor Dillon, por favor, haremos zafarrancho de combate».

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Cuando había empezado a hablar, la mitad de los tripulantes de la Sophie, aproximadamente, mostraban franco entusiasmo, la cuarta parte de ellos parecían un poco preocupados, y los restantes tenían una expresión abatida y angustiada. Pero la serenidad que mostraban el capitán y el primer oficial y la felicidad que irradiaban sus rostros, así como los espontáneos vivas de la mitad entusiasta de la tripulación, hicieron cambiar por completo la situación. Y cuando empezaron a hacer zafarrancho de combate, sólo cuatro o cinco hombres tenían aspecto sombrío, los demás parecían que iban a una verbena.
El Cacafuego, que llevaba ahora la jarcia en cruz, descendía por la costa y estaba virando hacia el oeste para colocarse a barlovento de la Sophie, por el lado de alta mar; la Sophie viraba para colocarse contra el viento. De ese modo, cuando ambas embarcaciones estuvieran a alrededor de una milla de distancia, la corbeta quedaría completamente desprotegida frente a una devastadora andanada de aquel jabeque-fragata de treinta y dos cañones.
«Lo bueno de luchar contra los españoles, señor Ellis», dijo Jack con una sonrisa que iluminó su grave rostro y sus ojos grandes y redondos, «no es que son cobardes, puesto que no lo son, sino el hecho de que nunca, nunca, están preparados».
El Cacafuego casi había llegado a la posición indicada por su capitán; disparó un cañonazo e izó la bandera española.
«¡La bandera americana, señor Babbington!», dijo Jack. «Eso les dará que pensar. Anote la hora, señor Richards».
Ahora la distancia se acortaba con rapidez. No por minutos, sino por segundos. La Sophie navegaba con la proa dirigida a la popa del Cacafuego, como si fuera a cortar su estela; y ni un solo cañón asomaba. A bordo había un completo silencio, pues toda la tripulación estaba preparada para cuando dieran la orden de virar; y era probable que ésta no llegara antes que la andanada del navío.
«¡Preparados con la bandera!», dijo Jack en voz baja. Y luego más alto: «¡A la derecha, señor Dillon!»
«¡Virar a sotavento!» Y la voz del contramaestre se oyó casi en el mismo momento; la Sophie viró sobre la popa e inmediatamente fue izada la bandera inglesa. Entonces, tras cambiar de rumbo y con todas las velas hinchadas, se dirigió de ceñida hacia al costado del jabeque español. Enseguida el Cacafuego disparó una estrepitosa andanada que pasó a la altura de las juanetes de la Sophie, haciendo tan sólo cuatro agujeros. Los tripulantes de la Sophie dieron un viva todos a una y permanecieron tensos y ansiosos junto a los cañones.
«¡Subir al máximo! ¡No disparar hasta que toquemos!», exclamó Jack con una potente voz mientras observaba los gallineros, cajas y trastos que eran arrojados por la borda de la fragata. A través del humo vio cómo se alejaban nadando unos patos que habían salido de una jaula, y también un gato en una caja, presa del pánico. Hasta ellos llegaba el olor de la pólvora y también la bruma que se dispersaba. La corbeta se acercaba más y más; en el último momento, cuando se colocara a sotavento de la fragata española, la falta de viento le impediría moverse, pero iría a suficiente velocidad... Ahora Jack podía ver las negras bocas de sus cañones, que justo en aquel momento vomitaron fuego, provocando destellos en medio de una blanca nube de humo que ocultó su costado. De nuevo demasiado alto, pensó Jack, pero no podía permitirse divagar mientras trataba de ver el costado de la fragata para dirigir la corbeta exactamente hacia sus cadenas principales.
«¡Adelante, rápido!», exclamó. Y cuando se oyó un estrepitoso chirrido, gritó: «¡Fuego!»
El jabeque-fragata estaba bastante hundido en el agua, pero la Sophie lo estaba más todavía. Ésta se había quedado con las vergas trabadas en la jarcia del Cacafuego y los cañones por debajo del nivel de sus portas. Entonces disparó directamente a la cubierta del Cacafuego, y su primera andanada, a una distancia de quince centímetros, produjo grandes destrozos. Hubo un silencio momentáneo después del viva de los tripulantes de la Sophie, y durante esa pausa de medio segundo, Jack pudo escuchar confusos gritos en el alcázar del jabeque-fragata. Luego, los cañones españoles volvieron a disparar, de forma intermitente, pero con gran estruendo y los disparos pasaban a un metro por encima de su cabeza.
La batería de la Sophie disparaba como si hiciera un espléndido redoble, uno-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete, con medio redoble al final y el estruendo de los carros; y en la cuarta o quinta pausa, James cogió a Jack del brazo y gritó: «¡Han dado la orden de abordar!»
«¡Señor Watt, separe la corbeta!», exclamó Jack dirigiendo la bocina hacia proa. «¡Sargento, que todos estén preparados!» Un brandal del Cacafuego había caído a bordo, chocando con el carro de un cañón; él lo pasó alrededor de un candelero y luego, al levantar la vista, vio un enjambre de españoles que aparecían por el costado del Cacafuego. Los infantes de marina y los hombres con armas ligeras les lanzaron una imponente descarga que los hizo vacilar. La separación entre los navíos aumentaba a medida que el contramaestre, a proa, y la brigada de Dillon, a popa, empujaban las vergas. En medio de un ruido de pistolas, unos españoles intentaban saltar y otros lanzar rezones; algunos cayeron al agua y otros de espaldas. Los cañones de la Sophie, ahora a tres metros del costado de la fragata, dispararon hacia donde estaba el grupo de indecisos produciendo siete espantosos agujeros.
El Cacafuego había abatido la proa colocándola casi en dirección sur, y la Sophie disponía de todo el viento que necesitaba para volver a abordarse con él. Otra vez volvió el ruido atronador y retumbó en el cielo; los españoles trataban de inclinar hacia abajo sus cañones y hacían fuego con mosquetes y pistolas, disparando ciegamente por la borda, en un intento de matar a los artilleros de la corbeta. Sus actos eran valerosos -uno de ellos, estando herido, siguió disparando hasta que las balas lo alcanzaron por tercera vez- pero ellos parecían estar muy desorganizados. Intentaron abordar dos veces más, y en las dos ocasiones la corbeta se separó, estuvo cinco o diez minutos disparando contra la obra muerta, desde una cierta distancia, provocando una terrible matanza, y luego volvió a acercarse para destrozar las entrañas de la fragata. Los cañones seguían retrocediendo con violencia tras cada andanada; ya estaban tan calientes que apenas se podían tocar, y los escobillones se chamuscaban y producían un siseo cuando se introducían en ellos. Se estaban volviendo tan peligrosos para los artilleros como para sus enemigos.
Y durante todo ese tiempo, los españoles habían continuado disparando de forma intermitente. La cofa del mayor de la Sophie había sido alcanzada por los disparos repetidamente, y ahora desde ella caían sobre la cubierta grandes pedazos de madera, candeleros y coyes. La verga del trinquete sólo estaba sujeta por cadenas. Por todas partes colgaban los aparejos y las velas tenían innumerables agujeros. Constantemente caían a bordo tacos ardiendo, y las brigadas de estribor, que estaban desocupadas, corrían de un lado a otro con cubos de agua. Pero a pesar de la confusión, en la cubierta de la Sophie los movimientos se hacían con perfecto orden: el proceso de llevar la pólvora desde la santabárbara hasta la cubierta y luego hacer fuego, el constante subir-disparar-empujar de las brigadas de artilleros, la sustitución inmediata, sin cruzar palabra, de un hombre herido o muerto que enseguida era llevado abajo, el paso cauteloso entre el espeso humo, todo sin choques, sin empujones, y casi sin órdenes.
«Mucho me temo que dentro de poco sólo nos va a quedar el casco», pensó Jack. Parecía increíble que aún no hubiera caído ningún palo ni ninguna verga, pero eso no podía durar. Inclinándose hacia Ellis le dijo al oído: «Vaya rápidamente a la cocina y dígale al cocinero que ponga todas las sartenes y los peroles tiznados boca abajo. ¡Pullings, Babbington! ¡Que cese el fuego! ¡Retroceder! ¡Retroceder! ¡Poner en facha las gavias! Señor Dillon, después de que yo hable con la tripulación, deje que la guardia de estribor vaya a la cocina a tiznarse la cara. ¡Escuchadme todos! ¡Escuchadme todos!», gritó mientras el Cacafuego avanzaba despacio. «Debemos abordarlo y apresarlo. Ahora es el momento, ahora o nunca, ahora, sin cuartel, ahora mientras vacila. Cinco minutos luchando con todas nuestras fuerzas y será nuestro. ¡Coged hachas y sables y adelante! ¡Que la guardia de estribor se tizne la cara en la cocina y siga al señor Dillon! ¡El resto a popa conmigo!»
Bajó corriendo a la enfermería. Había allí cuatro heridos de los que Stephen cuidaba diligente; y también había dos cadáveres. «Vamos a abordarlo», dijo Jack. «Necesito a su ayudante, a todos los marineros a bordo. ¿Vendrá usted?»
«No, yo no iré», dijo Stephen. «Si quiere, llevaré el timón».
«Está bien. Vamos», dijo Jack.
Desde la cubierta llena de escombros, a través del humo, Stephen vio la enorme toldilla del jabeque, a unos veinte metros por la amura de babor. También vio a los tripulantes de la Sophie formando dos grupos; uno salía de la cocina y se dirigía a proa, con todos sus componentes armados y con las caras tiznadas, y el otro se encontraba a popa, alineándose a lo largo del pasamanos. En este último estaban el contador, pálido y con una mirada furiosa; el condestable, que guiñaba los ojos, pues los tenía acostumbrados a la oscuridad del interior de la corbeta; el cocinero con su cuchillo; el barbero del barco; e incluso su propio ayudante. Stephen vio que éste tenía una amplia sonrisa, en la que se destacaba su labio leporino, y acariciaba la punta redondeada del hacha de abordaje diciendo una y otra vez: «¡Atizaré a esos cabrones! ¡Atizaré a esos cabrones! ¡Atizaré a esos cabrones!» Algunos cañones españoles todavía disparaban al vacío.
«¡Bracear!», exclamó Jack, y las vergas empezaron a cambiar de dirección para que el viento hinchara las gavias. «Estimado doctor, ¿sabe lo que hay que hacer?» Stephen asintió con la cabeza, y cogiendo las cabillas del timón sintió su vitalidad. El timonel se alejó y cogió un alfanje con una expresión de macabro regocijo. «Doctor, recuerde las palabras "otros cincuenta"».
«Otros cincuenta.»
«Otros cincuenta», dijo Jack mirándolo sonriente. «Ahora aborde la corbeta con el navío, por favor», dijo Jack, y tras hacerle un saludo con la cabeza, se dirigió hacia la borda seguido del timonel, se subió a ella ágilmente, a pesar de su corpulencia, y permaneció allí cogido a un obenque y blandiendo su sable, un sable largo y pesado de caballería.
No obstante sus agujeros, las gavias se hincharon; la Sophie se aproximó; Stephen viró el timón con rapidez; hubo un terrible crujido, el chasquido de algunos cabos al soltarse, una sacudida, y enseguida la corbeta quedó situada junto a la fragata. Con un enorme clamor a proa y a popa, los tripulantes de la Sophie saltaron a su costado.
Jack saltó por encima de la destrozada borda y fue a caer sobre un cañón aún caliente y humeante, y el artillero que estaba junto a él lo empujó con una barra. En respuesta, Jack le lanzó lateralmente un sablazo, a la altura de la cabeza, que éste esquivó agachándose con rapidez, y luego saltó por encima de él hacia el centro de la cubierta del Cacafuego. «¡Adelante! ¡Adelante!», gritó con voz atronadora y avanzó descargando furiosos golpes contra los artilleros que huían y contra las picas y sables que se le oponían; había cientos, cientos de hombres en cubierta, observaba Jack; y gritaba sin parar: «¡Adelante!»
Los españoles se replegaban atónitos mientras todos los marineros y grumetes de la Sophie subían a bordo por el centro y la proa del jabeque. Fueron retrocediendo desde atrás del palo mayor hasta el combés, pero una vez allí se recobraron. Entonces se entabló un feroz combate, y unos a otros comenzaron a asestarse golpes atroces; la mayoría de los hombres luchaban entre los mástiles en una densa masa, tropezando unos con otros sin apenas espacio donde caer, dándose golpes y hachazos y disparándose, mientras que otros, en aislados grupos de dos o tres, peleaban junto a la borda aullando como bestias. Por la parte menos densa de la masa que sostenía el combate principal, Jack se había adentrado en ella unos tres metros; ahora un soldado estaba frente a él, y cuando sus sables chocaron en lo alto, un piquero le clavó la pica bajo el brazo derecho, levantándole la carne de las costillas, y la sacó para clavársela de nuevo. Justo por detrás de Jack, Bonden hizo un disparo, arrancándole a él la parte inferior de la oreja y matando al piquero allí mismo. Jack tiró rápidamente un doble tajo, confundiendo al soldado, y luego le dio un sablazo en el hombro con una fuerza terrible. Sintió que tras él la lucha se recrudecía; el soldado se desplomó. Jack sacó su sable, que había llegado hasta el hueso, y echó una rápida mirada a su alrededor. «Esto no saldrá bien», dijo.
En el castillo de proa, los españoles, ya casi recuperados de su sorpresa y con la fuerza, que su elevado número les proporcionaba, hacían retroceder hacia proa a los tripulantes de la Sophie, rompiendo los vínculos entre el destacamento de Jack y el de Dillon. Éste debía de estar retenido. Las cosas podrían cambiar en cualquier momento. Jack se subió a un cañón y gritó destrozándose la garganta: «¡Dillon, Dillon! ¡Al pasamanos de estribor! ¡Abrase paso hacia el pasamanos de estribor!» Por un momento, en el límite de su campo de visión, pudo ver a Stephen allí abajo, en la cubierta de la Sophie, que con el timón en sus manos miraba tranquilamente hacia arriba. «¡Otros cincuenta!», le gritó y Stephen, asintiendo con la cabeza repitió las mismas palabras; él volvió al combate, con el sable en alto y la pistola preparada.
En ese momento se escucharon espantosos gritos en el castillo de proa; la lucha por llegar al pasamanos se hizo más encarnizada, desesperada. Algo cedió detrás de la densa masa de españoles en el combés; éstos se volvieron y vieron unas caras negras que se acercaban con rapidez. Se formó una confusa aglomeración en torno a la campana de la fragata; se oían los más diversos gritos; los tripulantes de la Sophie con la cara tiznada chillaban como locos al reunirse con sus compañeros; se oían tiros, el choque de las armas, pasos apresurados de retirada. Todos los españoles apiñados en el combés se quedaron paralizados, incapaces de luchar. Los pocos que estaban en el alcázar corrieron hacia proa por el costado de babor para intentar reunir y organizar a los hombres y hacer que se retiraran los infantes de marina, que no podían luchar en aquellas condiciones.
El oponente de Jack, un marino de baja estatura, se alejó retorciéndose hasta caer detrás del cabrestante. Jack exhaló un suspiro de alivio y recorrió la cubierta con la mirada. «¡Bonden, arríe la bandera!»
Bonden corrió a popa saltando sobre el cadáver del capitán español. Jack gritó llamando la atención de todos y señaló la bandera. Miles de ojos, unos atentos, otros desconcertados, se volvieron hacia ella; y sin que los hombres acabaran de comprender lo que estaba pasando, vieron cómo bajaba rápidamente la bandera del Cacafuego hasta quedar arriada.
Todo había terminado. «¡Cesad la lucha!», gritó Jack, y la orden se extendió por toda la cubierta. Los tripulantes de la Sophie se separaron de los hombres amontonados en el combés, y éstos tiraron sus armas, súbitamente desanimados, muy asustados y defraudados. De aquella muchedumbre, abriéndose paso con dificultad, salió el oficial de más rango superviviente y le ofreció su sable a Jack.
«¿Habla usted inglés, señor?», le preguntó Jack.
«Lo entiendo, señor», dijo el oficial.
«Los marineros deberán bajar a la bodega, señor, enseguida», dijo Jack. «Los oficiales se quedarán en cubierta. Los marineros irán abajo a la bodega, abajo a la bodega».
Los españoles dieron la orden. La tripulación de la fragata empezó a desfilar por las escotillas. Y al hacerlo, quedaron visibles los muertos y heridos -una masa enmarañada de cuerpos en el centro del barco, muchos también a proa, cuerpos dispersos por todas partes- y también se hizo patente cuál era el número real de atacantes.
«¡Rápido, rápido!», gritó Jack, y sus hombres condujeron a los prisioneros más de prisa a la bodega, agrupándolos con diligencia, porque ellos comprendían tan bien corno su capitán el peligro que existía. «¡Señor Day! ¡Señor Watt! Apunten un par de esos cañones -esas carronadas- hacia las escotillas. Cárguenlos con botes de metralla; hay muchos detrás de las defensas. ¿Dónde está el señor Dillon? Llamen al señor Dillon».
Lo llamaron, pero no hubo respuesta. Dillon estaba tendido cerca del pasamanos de estribor, donde había tenido lugar el combate más encarnizado, a pocos pasos del joven Ellis. Cuando iba a levantarlo, Jack creía que estaba herido, pero al darle la vuelta, vio la profunda herida en su corazón.

13/11/07

Extracto del Libro "Capitán de Mar y Guerra", Captura de la Sophie



(…) iluminaba la cubierta del Formidable, un espléndido navío de línea de ochenta cañones, de construcción francesa, al mando del capitán Lalonde y con la insignia del contralmirante Linois en el palo de mesana. El navío, que se encontraba a siete u ocho millas de la costa, hacía el recorrido de Tolón a Cádiz. Al frente de él, en formación en línea, navegaba el resto de la escuadra: el Indomptable, de ochenta cañones, bajo el mando del capitán Moncousu, el Desaix, de setenta y cuatro, bajo el del capitán Christy-Palliére (un gran marino), y la Muiron, una fragata de treinta y ocho cañones que hasta fecha muy reciente había pertenecido a la República veneciana.

«Pondremos rumbo a la costa para ver qué ocurre», dijo el almirante, un hombre de carácter enérgico y un excelente navegante, moreno y de baja estatura, que vestía calzones rojos. Momentos después se subían los faroles con luces de colores. Los navíos viraron ordenadamente uno tras otro, y sus tripulantes demostraron una eficiencia que hubiera enorgullecido a cualquier armada, pues la mayoría de ellos procedían de la escuadra de Rochefort, muchos eran marineros de primera clase y, además, estaban al mando de magníficos oficiales.

Habían virado a estribor y se acercaban a la costa con el viento a un grado mientras iba amaneciendo, y cuando pudieron verse desde la cubierta de la Sophie fueron recibidos con alegría. Los botes habían acabado de llegar junto a la corbeta después de un largo y difícil recorrido, y aunque los hombres tardaron en divisar los navíos, en cuanto lo hicieron se olvidaron del hambre, la fatiga, el dolor de los brazos, el frío y la humedad; y por la corbeta corrió enseguida el rumor: «¡Nuestros galeones se acercan rápidamente!» La riqueza de las Antillas, Nueva España y Perú: lingotes de oro llevados como lastre. Desde que la tripulación supo que Jack recibía información secreta sobre los movimientos de los barcos españoles, corría el rumor de que encontrarían un galeón; y ahora ese rumor se confirmaba.

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Frente a las colinas se alzaba todavía la impresionante llama, aunque su contorno se hacía menos nítido a medida que la luz del amanecer aumentaba de intensidad. Pero los hombres dejaron de fijarse en ella, con el afán por ponerlo todo en orden y preparar la corbeta para la persecución, y si en algún momento apartaban la vista de su trabajo, miraban alegres y expectantes hacia el Desaix, que se encontraba a tres o cuatro millas, y hacia el Formidable, a bastante distancia por detrás de éste.

La alegría se desvaneció, aunque no se supo exactamente en qué momento. Tal vez comenzó a perderse cuando el despensero, todavía calculando cuánto le costaría abrir un pub en la calle Hunstanton, al llevarle una taza de café a Jack al alcázar, oyó que éste le decía al señor Dalziel: «Una horrible posición, señor Dalziel». En ese momento advirtió que la Sophie no navegaba en dirección a los supuestos galeones, sino que se alejaba de ellos a la mayor velocidad posible, de ceñida, con todo el velamen desplegado, incluyendo las bonetas y las barrederas.

Para entonces ya se veía el casco del Desaix -en realidad, desde hacía algún tiempo- y también el del Formidable; por detrás del buque insignia se veían las juanetes y las gavias del Indomptable, y aproximadamente a dos millas a barlovento de éste, en alta mar, las velas de la fragata cortaban el cielo. La corbeta estaba en una horrible posición, pero tenía ventaja; el viento era inestable, y además podrían tomarla por un insignificante barco mercante al que una escuadra ocupada en cumplir su misión no le dedicaría su atención más de una hora. Sin embargo, no estaban en una situación grave, pensó Jack mientras bajaba el catalejo. Estaba convencido de que el comportamiento de los hombres en el castillo de proa del Desaix, el moderado despliegue de velamen y muchos otros detalles no eran propios de un navío que hubiera emprendido una persecución. Pero aun así, éste navegaba con gran rapidez; su proa, alta y redondeada, de elegante estilo francés, y sus velas, de contorno perfecto, tensas y lisas, la hacían deslizarse suavemente por el agua, tan suavemente como el Victory. Además, estaba muy bien gobernada; parecía correr por un sendero trazado sobre el mar. Jack confiaba en que cortaría la proa del navío antes de que éste hubiera satisfecho su curiosidad acerca del incendio en la costa y lo llevaría de un lado a otro hasta que desistiera de su intento, hasta que el almirante le hiciera señales para que se retirara.

«¡Cubierta!», gritó Mowett desde el tope. «La fragata ha apresado el paquebote».

Jack asintió con la cabeza y enfocó con su catalejo al pobre Ventura y luego al buque insignia, situado detrás del navío de setenta y cuatro cañones. Esperó durante unos minutos, tal vez cinco. Ese era el momento crucial. El Formidable comenzó a hacer señales y disparó un cañonazo para darles más énfasis. Pero por desgracia no eran señales de retirada. Inmediatamente el Desaix orzó, ya sin ningún interés por lo que sucedía en la costa, y luego aparecieron sus sobrejuanetes, que quedaron izadas y con las empuñiduras atadas rápidamente; Jack frunció los labios como si fuera a dar un silbido. También en el Formidable se largaban más velas; y el Indomptable se acercaba con rapidez, con todas las velas desplegadas, aprovechando la suave brisa.

Era evidente que los hombres del paquebote habían dicho cuál era en realidad la Sophie. Pero también era evidente que cuando saliera el sol el viento sería más inestable o incluso se encalmaría. Jack observó el velamen de la Sophie; todo había sido desplegado, por supuesto, y estaba tenso, a pesar del caprichoso viento. El segundo oficial gobernaba la corbeta, y Pram, el oficial de derrota, llevaba el timón e intentaba que ésta, aunque era vieja y rechoncha, diera lo mejor de sí. Todos los hombres estaban silenciosos en sus puestos, preparados y atentos; Jack ya no tenía nada que decir ni que hacer, pero no apartaba los ojos de las raídas y fláccidas velas que pertenecían al Almirantazgo, y le remordía la conciencia por haber perdido tiempo, por no haber envergado las gavias de lona de calidad que había comprado, aunque no estaba autorizado a hacerlo.

«Señor Watt», dijo después de transcurrido un cuarto de hora, mientras miraba hacia alta mar, donde el aire encalmado parecía de cristal, «vamos a sacar los remos».

Pocos minutos después, el Desaix izó la bandera y abrió fuego con los cañones de proa; y como si aquel doble estruendo hubiera estremecido el aire, las pronunciadas curvas de las velas desaparecieron y éstas ondearon, se hincharon momentáneamente y luego volvieron a ponerse fláccidas.

La Sophie continuó atrapando el viento unos minutos más, pero también entró en una zona de calma. Antes de que se detuviera por completo -mucho antes- los hombres sacaron todos los remos que habían conseguido en Malta (sólo cuatro, desgraciadamente) y cinco de ellos se colocaron en cada uno. La corbeta avanzaba con lentitud, como si navegara en contra del viento, y los remos se curvaban peligrosamente por la fuerza con que remaban los hombres. Era un trabajo duro, muy duro. De repente, Stephen notó que también había oficiales remando, y entonces avanzó hasta uno de los puestos vacíos; cuarenta minutos después tenía las palmas de las manos en carne viva.

«Señor Dalziel, mande a la guardia de estribor a desayunar. ¡Ah, está usted ahí, señor Ricketts! Creo que deberíamos dar doble ración de queso, pues no habrá nada caliente en bastante tiempo.»

«Si me permite decirlo, señor», dijo el contador con una mirada maliciosa, «me parece que habrá algo muy caliente dentro de poco».

La guardia de estribor, que había desayunado rápidamente, se hizo cargo de los pesados remos para que sus compañeros comieran su ración de galletas queso y grog, y los oficiales la suya de dos huevos con jamón. El desayuno tuvo que ser breve, pues el viento, que había rolado dos grados, estaba rizando el mar. Los navíos franceses fueron los primeros en atraparlo en sus enormes velas, y en un santiamén ya estaban deslizándose con asombrosa rapidez. La Sophie perdió en veinte minutos la ventaja que con tanto esfuerzo había conseguido, y antes de que sus velas se hincharan, ya podían verse desde el alcázar los mostachos del Desaix, que se acercaba con un fuerte cabeceo. Ahora la Sophie tenía las velas hinchadas, pero la escasa velocidad a la que navegaba no mejoraría su situación.

«¡Guardar los remos!», dijo Jack. «Señor Day, tire los cañones por la borda».

«Sí, sí, señor», dijo el condestable con decisión, pero al soltar las retrancas, sus movimientos eran sumamente lentos, faltos de naturalidad, forzados, como los de un hombre que caminara por el borde de un acantilado, tan sólo movido por una gran fuerza de voluntad.

Stephen volvió a cubierta tras ponerse un par de guantes. Observó que, en el alcázar, los artilleros del cañón de bronce de estribor tenían en las manos barras y espeques, y una expresión ansiosa y a la vez preocupada, casi temerosa; ellos estaban esperando el redoble del tambor y, al escucharlo, empujaron despacio el brillante cañón, su querido cañón número catorce, y lo tiraron por la borda. La caída de éste al mar coincidió con la de una bala del cañón de proa del Desaix, a unas diez yardas de distancia, cuyas salpicaduras se elevaron como el agua de una fuente; por eso el siguiente cañón fue arrojado por la borda menos ceremoniosamente. Catorce impactos, cada uno producido al caer al agua una mole de media tonelada. Después fueron lanzados los pesados carros por encima del pasamanos, y a ambos lados de las portas abiertas quedaron colgando las retrancas rotas y los aparejos; era un espectáculo desolador.

Miró hacia proa, luego hacia popa, y comprendió la situación; frunció los labios y se dirigió al coronamiento. La Sophie, ahora más ligera, ganaba velocidad minuto a minuto, y por todo aquel peso que había perdido muy por encima de la línea de flotación, navegaba más adrizada y resistía mejor el embate del viento.
El primer cañonazo del Desaix atravesó la juanete, pero los dos siguientes no alcanzaron la corbeta. Todavía quedaba tiempo para hacer maniobras, muchas maniobras.
Para empezar, pensó Jack, le sorprendería que la Sophie no pudiera virar el doble de rápido que el navío de setenta y cuatro cañones. «Señor Dalziel», dijo, «viraremos y luego volveremos a la misma posición. Señor Marshall, la corbeta debe llevar gran velocidad». Podía ser desastroso para la Sophie que se colocaran mal los estayes en el segundo cambio de bordo; y por otra parte, aquel suave viento no era el más conveniente para ella, pues navegaba mejor cuando el mar estaba un poco agitado y tenía al menos un rizo en las gavias.

«Preparados para virar». El silbato sonó, la corbeta viró por babor, se colocó contra el viento y luego se estabilizó; las bolinas estaban tensas como las cuerdas de un arpa antes de que el gran navío de setenta y cuatro cañones hubiera empezado a virar.
En ese momento, el Desaix inició el cambio de bordo, sus vergas giraron y su cuadriculado costado comenzó a verse desde la corbeta. En cuanto Jack lo vio a través de su catalejo, dijo: «Será mejor que baje, doctor». Stephen bajó, aunque sólo hasta la cabina, y desde la ventana de popa logró ver el casco del Desaix envuelto en humo de proa a popa segundos después de que la Sophie empezara a virar de nuevo. De la contundente andanada, novecientas veintiocho libras de hierro, casi todas las balas cayeron en una amplia zona cerca de estribor, a excepción de dos que pasaron silbando entre la jarcia ocasionándole destrozos y dejando a su paso muchos cabos colgando. Por unos instantes pareció que la Sophie no iba a resistir y que iba a abandonar impotente, a perder toda su ventaja y a exponerse a otro saludo como aquel, disparado con mucha más puntería; sin embargo, la suave brisa atrapada en sus velas la hizo virar y volver a su posición inicial. Y la Sophie ya ganaba velocidad cuando aún en el Desaix no habían terminado de bracear, cuando aún la primera maniobra no había concluido.

La corbeta había conseguido una ventaja de un cuarto de milla aproximadamente. «Pero no me dejará hacerlo otra vez», pensó Jack.

El Desaix se encontraba a estribor y, tratando de recuperar el tiempo perdido, viró sin dejar de disparar los cañones de proa. Sus disparos, cuya precisión aumentaba a medida que la distancia entre ambas embarcaciones era más corta, pasaban rozando las velas de la corbeta o las rasgaban, provocando frecuentes sacudidas y haciéndola perder velocidad poco a poco. El Formidable estaba situado en el lado opuesto para evitar que la Sophie escapara, y el Indomptable, a media milla de distancia, se dirigía hacia el oeste navegando contra el viento con el mismo propósito. Los perseguidores de la Sophie, casi alineados, iban acercándose a gran velocidad mientras ésta trataba de navegar más rápidamente. El buque insignia, de ochenta cañones, estaba ahora más cerca, y después de dar una guiñada disparó una andanada; y el inflexible Desaix daba bordadas cortas y disparaba también. El contramaestre y su brigada estaban muy atareados atando cabos, y en las velas había algunos agujeros horribles, pero hasta ese momento nada importante había sido derribado ni ningún hombre había resultado herido.

«Señor Dalziel», dijo Jack, «comience a arrojar las provisiones por la borda, por favor».

Se abrieron los cuarteles y fue lanzado al mar todo lo que había en las bodegas: barriles de carne de buey salada y de carne de cerdo, montones de galletas, guisantes, harina de avena, mantequilla, queso y vinagre. Pólvora y balas. Luego, con la bomba, los tripulantes echaron por la borda el agua. Una bala de veinticuatro libras perforó el casco por debajo de la bovedilla, y por ese motivo tuvieron que bombear agua salada además de agua dulce.

«Quiero que me informe cómo va el trabajo del carpintero, señor Ricketts», dijo Jack.

«Las provisiones han sido arrojadas por la borda», dijo el primer oficial.

«Muy bien, señor Dalziel. Ahora las anclas y las perchas. Deje sólo el anclote.»

«El señor Lamb dice que en la sentina hay dos pies y medio de agua», dijo jadeante el guardiamarina, «pero que el agujero hecho por el cañonazo está bien taponado».

Jack asintió y volvió la cabeza para observar la escuadra francesa; ya no había ninguna esperanza de poder escapar de ella navegando de bolina. Sin embargo, si arribaban muy rápidamente podrían pasar entre los navíos, pues la corbeta estaba ahora muy ligera y tenía el viento de uno o dos grados por la aleta y las olas de popa; podrían sobrevivir y llegar a Gibraltar. La Sophie ahora estaba tan ligera -como un cascarón de nuez- que podría aventajarlos navegando viento en popa; y con suerte, si viraba con destreza, conseguiría una milla de ventaja antes de que los navíos ganaran velocidad en su nueva posición. Sin duda tendría que resistir dos andanadas mientras pasaba... Sin embargo, esa era la única esperanza; y el factor sorpresa era fundamental.

«Señor Dalziel», dijo, «vamos a arribar dentro de dos minutos. Largaremos las alas y pasaremos entre el buque insignia y el navío de setenta y cuatro cañones. Tenemos que hacerlo todo con rapidez, antes de que ellos adviertan la maniobra». Estas palabras iban dirigidas al primer oficial, pero toda la tripulación supo enseguida lo que debía hacer, así que los gavieros corrieron a sus puestos y se prepararon para enjarciar los botalones de las alas. En la abarrotada cubierta todos estaban atentos y la actividad era intensa. «Espera... espera», murmuró Jack observando cómo el Desaix se acercaba de través por estribor. Era el navío con el que debían tener más cuidado, pues estaba alerta y su capitán esperaba ansiosamente que la Sophie iniciara alguna maniobra antes de dar las órdenes. A babor estaba el Formidable, con un excesivo número de tripulantes, como todos los buques insignia, lo que le restaba eficiencia en una situación de emergencia. «Espera... espera», dijo de nuevo con los ojos fijos en el Desaix, que continuaba acercándose. Contó hasta veinte y dijo:

«¡Ahora!»

El timón giró y la Sophie viró ágilmente, como una veleta, hacia el lado donde se encontraba el Formidable. El buque insignia hizo fuego de inmediato, pero sus cañones no estaban tan preparados como los del Desaix, de modo que la apresurada andanada cayó en el mar, en el lugar que la corbeta había ocupado minutos antes. La ofrenda del Desaix fue lanzada con mayor precisión, aunque con cierta cautela porque se temía que las balas llegaran de rebote hasta el navío del almirante; sólo media docena provocó daños, el resto no alcanzó la corbeta.

La Sophie había atravesado velozmente la línea de navíos sin sufrir daños importantes ni perder su capacidad para navegar, con las alas desplegadas y el viento a favor. La sorpresa había sido total, y la corbeta, alejándose con rapidez, ya se había separado de ellos una milla en los primeros cinco minutos. La segunda andanada del Desaix, disparada desde una distancia de más de mil yardas, fue producto de la furia y la precipitación. Hubo un estrépito y saltaron por los aires las astillas de la bomba de tronco de olmo, que quedó completamente destruida; pero eso fue todo. El buque insignia, obviamente, había dado una contraorden para que no se disparara la segunda andanada, y durante un tiempo continuó navegando de bolina y mantuvo el mismo rumbo, como si la Sophie no existiera.

«Tal vez lo hayamos conseguido», dijo Jack para sí, apoyando sus manos en el coronamiento y observando la alargada estela de la Sophie. El corazón aún le latía con fuerza, pues había soportado una gran tensión esperando recibir las andanadas y pensando en cómo éstas afectarían a su Sophie. Ahora, sin embargo, esos fuertes latidos tenían un motivo muy diferente. «Tal vez lo hayamos conseguido», se dijo de nuevo; pero apenas estas palabras habían acabado de formarse en su mente cuando vio aparecer una señal en el navío del almirante, y el Desaix comenzó a virar para colocarse proa al viento.

El navío de setenta y cuatro cañones viró con la misma agilidad de una fragata; sus vergas giraron como si las hubiera movido un mecanismo de relojería, y era evidente que todo a bordo estaba perfectamente colocado y amarrado, ya que la tripulación era experta y muy numerosa. La Sophie también tenía excelentes tripulantes, tan cumplidores del deber y tan bien adiestrados como Jack deseaba; pero ellos, hicieran lo que hicieran, no podrían conseguir que la corbeta navegara a más de siete nudos con aquella brisa. El Desaix, en cambio, había alcanzado en los últimos quince minutos una velocidad de más de ocho nudos sin las alas. Y no se iba a molestar en desplegarlas. La tripulación de la Sophie se dio cuenta de ello -el tiempo había pasado y estaba claro que el navío no tenía ni la más mínima intención de desplegrarlas- y perdió las esperanzas.

Jack miró al cielo, el inmenso espacio que lo dominaba todo y por el que cruzaban nubes errantes. El viento no amainaría por la tarde, y aún faltaban muchas horas para que llegara la noche.

¿Cuántas? Miró su reloj. Las diez y catorce. «Señor Dalziel», dijo, «me voy a mi cabina. Llámeme si ocurre algo. Señor Richards, tenga la amabilidad de decirle al doctor Maturin que quiero hablar con él. Señor Watt, déme un par de brazas del cordel para la corredera y tres o cuatro cabillas».

En la cabina, Jack hizo un paquete con el libro de señales, de tapas de plomo, y con otros documentos secretos; luego metió las cabillas de cobre en la bolsa del correo y la ató fuertemente. Pidió su mejor abrigo y guardó su nombramiento en el bolsillo interior. Las palabras «respecto a lo expresado anteriormente, ni usted ni ningún otro faltarán a su deber, de lo contrario responderán por su cuenta y riesgo» afloraron a su mente, y en ese momento Stephen entró. «¡Ah, ya está usted aquí, querido amigo! Me temo que, a menos que se produzca un milagro, en la próxima media hora seremos apresados o hundidos». Stephen dijo: «Exactamente» y Jack continuó: «Por tanto, si hay algo que tenga especial valor para usted, sería conveniente que me lo confiara».

«Así que roban a los prisioneros», dijo Stephen.

«Sí, a veces. A mí me despojaron de todo cuando apresaron al Leander. Y al cirujano le robaron los instrumentos, por lo que no pudo atender a nuestros heridos.»

«Traeré mis instrumentos enseguida.»

«Y su dinero.»

«¡Oh, sí, mi dinero!»

Jack volvió apresuradamente a cubierta y enseguida miró hacia popa. No creía que el navío de setenta y cuatro cañones pudiera acercarse tanto. «¡Serviola!», gritó. «¿Qué ve usted?»

Tal vez veía siete navíos de línea. Tal vez la mitad de la flota del Mediterráneo. «Nada, señor», respondió el serviola después de reflexionar unos instantes.

«Señor Dalziel, en caso de que yo resultara herido, debe tirar esto por la borda en el último momento», dijo dando palmaditas al paquete y a la bolsa.

Las estrictas normas de comportamiento de la corbeta ya se iban relajando. Los hombres estaban atentos y serenos; el reloj de las guardias funcionaba con exactitud; las cuatro campanadas de la guardia de tarde sonaron con precisión. Sin embargo, muchos subían y bajaban por la escotilla de proa sin ser reprendidos; estaban poniéndose su mejor ropa (dos o tres chalecos y encima una chaqueta para bajar a tierra) y pedían a los oficiales correspondientes que cuidaran de su dinero o de sus curiosos tesoros, pues así tenían algunas esperanzas de conservarlos. Babbington tenía en la mano un diente de ballena tallado, y Lucock un vergajo de toro de Sicilia. Dos hombres ya se habían emborrachado, seguramente con algunas reservas muy bien escondidas.

«¿Por qué no dispara?», pensó Jack. Durante veinte minutos los cañones de proa del Desaix habían permanecido en silencio, aunque en la última milla que habían recorrido la Sophie estaba a su alcance. Ahora la corbeta estaba a tiro de mosquete, y en la proa del navío podían distinguirse muy bien los diferentes miembros de su tripulación: marineros, infantes de marina, oficiales. Había un hombre con una pata de palo. Estaba pensando en lo bien cortadas que estaban las velas y, de repente, vino a su mente la respuesta a su pregunta. «¡Dios mío! Nos van a acribillar con sus cañonazos». Por eso el navío se había acercado tan silenciosamente.

Jack se aproximó al costado de la corbeta e inclinándose sobre la batayola echó al mar los paquetes y observó cómo se hundían.

En la proa del Desaix hubo un rápido movimiento, la respuesta a una orden. Jack llegó junto al timón y agarró las cabillas, reemplazando al timonel; luego miró hacia atrás por encima del hombro izquierdo. Sintió en sus manos el impulso vital de la Sophie; y vio cómo el Desaix comenzaba a dar una guiñada. Éste respondió al giro del timón con la rapidez de un cúter, y en un abrir y cerrar de ojos sus treinta y siete cañones giraron y apuntaron a la corbeta. Jack, que seguía al timón, dio un profundo suspiro. El estruendo de la andanada y la caída del mastelerillo del mayor y de la verga del velacho fueron casi simultáneos; una lluvia de poleas, trozos de cabos y astillas cayeron con gran estrépito. Se oyó un impresionante chasquido cuando una bala le dio a la campana de la Sophie; luego todo quedó en silencio. La mayoría de las balas del navío de setenta y cuatro cañones habían pasado a pocos metros de la roda; la metralla dispersa había hecho jirones las velas y los aparejos, los había destrozado por completo.

«¡Cargar las velas!», gritó Jack mientras viraba la Sophie para colocarla proa el viento. «Bonden, arríe la bandera».


Extracto del libro "HMS Surprise" de Patrick O'Brian


(...) La Marengo orzó. Ahora la Surprise podía apuntarle de nuevo con sus cañones, y abrió fuego. La fragata de dos puentes respondió inmediatamente con una devastadora descarga de los cañones superiores de estribor, y estaba tan cerca que las balas pasaron muy altas por encima de la cubierta y los tacos encendidos cayeron sobre ella, tan cerca que pudieron verse los rostros iluminados por el resplandor. Durante unos momentos ambas fragatas permanecieron con los costados muy próximos. A través de un agujero en el costado de la Marengo, Jack pudo ver al almirante sentado en una silla en el alcázar, con una expresión grave, señalando hacia arriba. Jack se había sentado a su mesa con frecuencia y reconoció enseguida su característica forma de ladear la cabeza. La Marengo siguió virando y se apartó considerablemente; disparó otra descarga con sus carronadas de popa y terminó de virar en redondo, colocándose contra el viento. Entonces la fragata le lanzó una descarga con los cañones que le quedaban (había otros dos desmontados y uno había explotado), destrozando el mirador de popa. Le lanzó otra descarga cuando empezó a alejarse y a ganar velocidad y se oyeron entusiastas vivas cuando cayó la verga mesana, seguida del mastelero de sobremesana y el mastelerillo de perico. La fragata de dos puentes ya estaba fuera del alcance de la Surprise, pero ésta, aunque lo deseaba ardientemente, no podía virar ni moverse con la rapidez suficiente para alcanzarla de nuevo.

Todos los barcos franceses habían virado juntos. Pasaron navegando de bolina entre las líneas convergentes que formaban los mercantes y ahora se alejaban. (...)


Martín.-

12/11/07

HMS Leander



HMS Leander - fourth rate 52 gun ship

9/11/07

HMS Sophie



HMS Sophie, 14 cañones.
Saliendo de Puerto Mahón, Menorca.



Martín.-

7/11/07

The Battle of Cape St. Vincent, 14th February, 1797


Al amanecer del día 14, los barcos de Jervis se encontraban en posición para enfrentarse a los españoles y viceversa. Fue entonces cuando se vio claro que la inferioridad numérica era de dos barcos españoles por cada barco inglés, pero en cualquier caso, suponía ya mayor riesgo para los ingleses tratar de evadirse que enfrentarse a la escuadra española, por lo que Jervis se decidió a atacar para tratar de impedir que esta escuadra española se uniera a la flota francesa que les esperaba en Brest.

Para ventaja de los ingleses, la escuadra española estaba formada en dos grupos, tácticamente mal dispuestos para el combate, mientras los ingleses conservaban la línea. Jervis ordenó a su flota que pasaran entre ambos grupos, lo que optimizaría el uso de las baterías artilleras de sus barcos, mientras impedía que la flota española pudiera usar todos sus cañones. En todo momento comandó a la flota con el fin de impedir que los barcos españoles pudiesen escapar hacia Cádiz.

Nelson había sido transferido al HMS Captain, y se dirigió hacia la retaguardia de la línea española. Desobedeciendo las órdenes de que la línea inglesa maniobrara para acorralar al grupo menor de buques españoles, rompió la formación para perseguir al grupo mayor, colocándose frente a los barcos españoles.

Jervis, aunque viendo cómo Nelson desobedecía sus órdenes, envió nuevos buques en su apoyo, consciente de que la maniobra de Nelson era atrevida pero eficaz.



Martín.-

6/11/07

La HMS Surprise se hace a la mar!



Si quieres construir un barco de vela…


"...organiza a los hombres, recoge la madera, asegura la impermeabilidad, distribuye las tareas...


Pero sobre todo…

….enséñales la nostalgia del mar infinito”.

Antoine de Saint Exúpery